una casa

 la gente que conozco nacen en una casa, crecen en la misma desde la niñez hasta el momento de partir hacía la universidad, o hasta el momento en que terminan sus estudios. vuelven a ella a visitar a sus padres que quedaron allí y morirán allí. tal vez la hereden, y si no hacen de ella un edificio o una cochera, hasta también críen a sus hijos, y como para cerrar el círculo, mueran ahí. 

lo ideal nunca fue algo que se diera en mi familia, nunca tuvimos una casa para transitar ese círculo. cada año vivíamos en una nueva casa, en una nueva ciudad, en una nueva provincia y, lo peor, cada año vivíamos en una nueva región. lo que llevaba a que nunca tuviéramos con mi hermano una habitación donde perduraran posters, como la vez que en el conurbano habíamos logrado armar el rompecabezas de star war que venía con una promo de pepsi, y al mudarnos al sur, tuvo que quedar pegado en un monoblok amarillo desgastado, para que otro, en nuestra misma situación, lo tuviera arriba de la cabecera de su cama. todo ese transitar constante pudo hacer que fuéramos parías sin amigos, sin compañeros de escuela que se miden año tras año su crecimiento y deformaciones desde el jardín de infantes hasta la evidente suerte o desgracia que serán en sus adolescencias, ni tonada propia, ni ese orgullo que produce la resistencia al calor, al frío, al viento, a la humedad; ni una marca en nuestras rodillas que pudiéramos asociar a un desnivel del piso, una pared, un rincón  inamovible por el cemento.

para muchos ese road movie que fue mi vida por casi tres décadas, debería haber hecho de mí una persona con una amplia cultura pero la cuestión en sí es que éramos una familia pobre, y los pobres pueden aspirar a ir de un lugar peor a otro casi igual de peor, y eso es una victoria, nada de pasar de un departamento céntrico de dos ambientes a una casa con pileta. no hubo una cultura superior que me atravesara y formara. no hubo años en europa, ni exilio en méxico, solo movernos de una base militar a otra, porque mi viejo era un suboficial del ejército estancado en el mismo rango hasta su jubilación. él, como mi madre, eran del norte, personas que habían logrados salir de unos pueblos rurales, de cañaverales, de casas sin electricidad y pisos de tierra a tener el privilegio de no morir en esos pueblos de desgracias y conocer algo más del mundo. y el carácter en el norte es algo que no se modifica, ni con los viajes, ni con los estudios y con los años esa pertenencia hace que se afirme más.

todos los años desde que puedo recordar viajábamos al norte para las vacaciones, invariablemente de la situación que cruce a este país. era algo que no se charlaba, como lo hacían familias que conocí, que con cierto privilegio de época y rango militar podían optar por ir a los hoteles que el ejército tenía en la costa, en las sierras, en las montañas o en las cataratas. volver al norte era como un mandato en silencio que había que cumplir. allí estaba todo, y el todo era unos tíos, unos primos, y una casa sobre calle independencia 897. porque  mis padres habían logrado comprar un terreno, construir una casa, amoblarla y hasta cierto punto, llenarla de pequeños recuerdos.

una casa no puede estar sola once meses al año, y en la mente de mi viejo, tampoco se la podía alquilar, era algo propio  de su familia; y como sola no podía estar ni alquilar, puso un casero. y ese casero era un primo suyo, algo mayor, cojo de la pierna izquierda, jubilado por tal razón que no sabía leer ni escribir. era su primo y mi padre lo respetaba, y hacía que ese respeto bajara hasta sus hijos: era el tío gabriel.

el tío gabriel había nacido en la misma zona cañaveral que mi padre, pero más adentro, más recóndito, varios años más atrás; eso quiere decir que había nacido más pobre, más explotado y en una época donde el patrón del ingenio era el único gobierno posible y no debía esperarse más. el tío Gabriel fue lo más parecido a un abuelo que tuvimos con mi hermano ya que no llegamos a conocer a los nuestros. en el norte la gente se muere rápido, y más rápido si son peones rurales. él representaba muy bien ese rol de abuelo sin serlo. era mayor, y serlo le daba derechos y obligaciones. y las obligaciones era soportar con agrado nuestros llantos de bebé, berrinches de niño y travesuras de más grandes, hasta cagadas de aún más grandes. 

era analfabeto, sí, pero eso no quería decir que el mundo estaba amputado en alguna de sus partes para él. iba a almorzar o cenar a un restaurant que sigue estando a una cuadra de la casa, y en el auge del video, se sentaba delante del televisor y veía, por ejemplo, rambo subtitulada, y se quedaba hasta el final de la película, pagaba el plus por verla y se volvía a casa con sus muletas, y muchos creían que se quedaba para ocultar su falta de educación básica, pero no, el tío Gabriel se quedaba a mirar la película porque con solo ver las imágenes entendía o se armaba una trama para sí mismo. ¿cómo lo sabíamos con mi hermano? porque volvía y nos contaba la película. había aprendido a mirar y recordar lo que miraba.

las vacaciones pasaban con el calor aplastante del norte, un techo de chapa algo bajo y un pequeño patio, donde los domingo de todo el mes de vacaciones, el tío pagaba asado y gaseosas, porque como nosotros en el destino que estuviéramos , él no recibía a nadie en casa. a eso de las diez salía de su habitación bien vestido, perfumado y el pelo engominado, y a diferencia de los demás días de la semana  también salía con la pierna ortopédica puesta. se sentaba en el patio, bajo la parra, giraba la silla hacía el asador y empezaba a contar una historia pasada. no le era nada difícil pero siempre me enganchaba con lo que contaba, aunque eso que contaba se repetía año tras año, vacaciones tras vacaciones: cuando su padre lo fajaba, cuando trabajaba en el ingenio, cuando perdió su pierna en un accidente de tránsito, cuando se vino del cañaveral a la capital, cuando tuvo una mujer y la misma se escapó descalza  y nunca más volvió. siempre contaba lo mismo y nos encantaba, y hablo también por mis padres, que luego en donde estuviéramos recordaban al tío Gabriel y alguna historia en particular.

hay dos historias que no olvidé y son con las que  logré entenderlo a él y  a mí mismo: 

el tío Gabriel era analfabeto por, digamos, voluntad propia. su padre estaba casado con una hermana de mi abuela paterna, lo había adoptado después de que su madre muriera de la enfermedad de los huesos, la misma que mató también a mi abuelo, la misma que mató a todos los que de noche recorrían los cañaverales en alpargatas, la que entra por los pies y quema los huesos, el reuma. su padre ostentaba el rango de capataz en el ingenio, manejaba y dominaba hombres, pesos, quintales y papeleos varios de los peones. tenía educación, y esperando el mismo destino para su hijo adoptivo, intento que éste estudiara. vaya que lo intentó.

a la edad en que en esos años se empezaba con la primera educación, su padre le compró una pizarra y tiza, algo poco visto en un solo alumno por esos años y lugar. se los  había comprado en uno de los tantos viajes que hacía a la ciudad. primero lo mandó de pupilo a una escuela de curas en el poblado donde el ingenio tenía sus oficinas, estuvo menos de dos meses. un día su padre lo vio en la casa del ingenio, se había escapado del internado, subido  a una zorra y vuelto a casa. lo fajó. después pagó a la maestra de la finca donde acopiaban las cañas de azúcar para que le enseñé de manera particular, no hubo resultado: se negaba a hablar, oír y mirar, después de unas clases, directamente a ir. no quedó otra salida que mandarlo a la escuela rural, donde tenía que compartir aula con los hijos de los peones a los  que su padre ordenaba, regañaba y, también,  estafaba. era caer en el mismo infierno. 

de entrada se encontró que todos allí eran bolivianos y él gringo. por ser el hijo del capataz de la finca podía sentarse en una silla y tener una mesa, siempre, sin importar la hora que vaya o si iba. los demás debían llegar una hora antes, empujar, pelearse el día anterior o el día posterior, por los pocos bancos que quedaban y los más débiles se sentaban en el piso de tierra.  la escuela estaba porque en algún momento de la historia de este país se legisló que la educación debía ser universal. eso llegó a la finca bastante tarde como el derecho a decidir y la moneda de curso legal . los pocos días que pasó en la escuela rural, y fueron pocos porque buena parte de los años que fue a la escuela los pasó en los montes con una honda y luego con un rifle matando cualquier bicho y asándolo, no aprendió nada. 

el día que se terminó la escuela para él, y lo contaba todos los veranos, fue el día que decidió aparecerse. la maestra, una mujer de mediana edad, lo reprimió apenas lo vio sentado en su asiento de privilegio. al pequeño Gabriel, que ya  contaba con algo más de diez años, no se le movió un pelo. al ver este gesto la maestra hizo que saque sus manos de los bolsillos, las ponga sobre el banco con las palmas abiertas hacía arriba  y con un puntero lo azotó; una vez, dos, tal vez, tres, pero no más porque a Gabriel se le pusieron los ojos rojos de rabia y en  un solo movimiento se paró y le dio una trompada a la maestra. ésta cayó de espalda sobre su escritorio dejando ver sus calzones a toda la clase. rápido, y consiente que esa vez sí la había cagado, salió corriendo en dirección al monte, donde se escondió por tres días arriba de un árbol, donde vio pasar a la maestra acompañada del alumno de mayor edad de la clase que hacía de guardaespaldas, vio pasar a peones, a su padre, y cuando dejaron de pasar, se hizo junta del cacuy. 

luego de eso su destino fue el de ser peón rural y entrar en todo tipo de aventuras, ya sea con su amigo cacuy, con el martín fierro que estaba de pasada, huir del ucumar y del familiar. porque si  algo  que el tío Gabriel y yo tenemos en común es cruzarnos con los más variados personajes y mitos, sean de campo o ciudad.

cuando mis padres salían, sea a comprar o a visitar a algún familiar, solían dejarme solo. en esos momentos, salía de mi habitación y iba hasta la habitación del tío Gabriel. lo encontraba sentado en su cama escuchando la radio. al verme me decía que me siente con él, me preguntaba si tenía hambre, si otra vez me habían dejado solo. yo lloraba. entonces él me contaba la historia de cuando era muy chico y tenía un cofre lleno de juguetes que su padre le había comprado en la ciudad: trenes eléctricos, autos a cuerda, dos divisiones separadas en  cuatro batallones de soldaditos de metal, muchas bolillas, bolvianas y de porcelana, trompos a montón. pero él no jugaba con esos juguetes, tenía miedo que los demás niños se lo robaran,  por eso hacía sus propios juguetes con barro.

y si prometía terminar la merienda y dejaba de llorar, tal vez, iba a contarme dónde quedó ese cofre.






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