para no olvidar

estoy en la banquina de la ruta.
tomando notas.

conozco a una chica que trabaja de moza

a treinta kilómetros de la ciudad principal
de una provincia del sur.
es así,
una resto a la orilla de la ruta
donde pasan viajeros que van en busca del mar pacífico,
cruzando la cordillera,
pero antes de pagar por los frutos del mar
paran acá,
en el resto donde trabaja deby.
ella va de las mesas a la cocina con pedidos, 
la carta es corta y simple
y casi siempre piden carne asada
con huevos y papas fritas,
salvo cuando voy a visitarla
(también hago los treinta kilómetros, pero no deseo llegar al mar pacífico)
y ordeno:
mesa para uno, 
sorrentinos con tuco,
y un cuarto de vino de la casa.
( pido  que no retiren la vajilla puesta por el gusto de imaginar personas conmigo)
está claro que nunca le aviso cuando voy a verla,
cruzamos miradas cuando pasa cerca de mí,
me pasa la mano libre por los hombros,
nos sonreímos
hasta que se pierde en un pasillo.

la espero hasta la hora del cierre

mirando las paredes del dique que dan al resto,
el verde en su punto más oscuro en verano
o el más claro en otoño,
el mismo para los viajante de paso que no están en los detalles.

estoy liado con ella


eso nadie lo sabe 


caminamos por las vías

hasta un balcón de hormigón puro
con pintadas de pijas gigantes y evásticas
desde donde vemos el dique seco,
caballos que deambulan 
sin cepos, 
sin marcas.

miramos por horas charcos,
lo que todavía no se evapora.


mientras fuma 
saca de sus bolsillos 
las propinas del día,
un abanico de colores,
los separa por denominación,
los plancha.
recuerda cada billete,
de que mesa vino,
sonríe; 
en cada billete hay una historia
lo sabe,
sonríe; 
porque no le importa.
ahora esa historia terminó  en un monedero
de tela de jeans y cierre dorado.

habla, y sé que atrás de sus lentes oscuros,

hay una historia que nunca sabré.
que nunca guardaré.




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