trescientos sesenta y cinco menos uno

tengo una burbuja en la cabeza. es difícil vivir en esta ciudad. donde todos deberían vivir una temporada en el desierto. es el norte que no va a ningún lado. mezquino, individualista, que camina siempre delante mirando de reojo atrás, la huella visible y esplendorosa de los que pasan haciendo ruido. lo importante de la siembra. estaba así, con una burbuja en la cabeza, vos allí sentada, diferente y igual al resto, con los miedos propios de tu generación, añorando tu vieja seguridad. pero pasa una década y, al final  quedas con las manos vacías. tirado panza arriba en un cuarto de tres por cuatro, con una luz de bajo consumo que quema la vista, que titila cuando baja a tus poemas; a tu pelo, que hermoso pide al sol caiga sobre él y combustione éste, tu cuarto, rojizo con aire de marihuana. entonces los miedos también bajan y pasan  todo el domingo sin hacer nada, inútiles de herir, un filo de hoja que resbala sobre la piel sin poder separar las células y mostrarnos el fondo.
lloramos y reímos, tal vez, lo malo sea trabajar. ir todos los días, hacer las mismas cosas, creer en lo que hacemos de forma repetitiva todos los días de la semana. somos esa máquina que funciona con chirridos continuamente. y eso es triste. nos podemos quedar, hoy, domingo, panza arriba con nuestras películas favoritas. descubriendo nuestros cuerpos, que son hermosos en reposo constante, sin la necesidad de articularse hasta la cocina. que estalla en vapores. y la misma canción que se repite, porque nos gusta y nos gusta y así, hasta que ya no podamos escucharla más y todo lo que dice  no desgarre. quedarnos vacíos al fin. alegres de que perdimos toda el domingo, un hueco en la línea constante de la historia de este siglo. eso debe ser magia.

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